La niebla.

 


La niebla, del libro Subiendo la cuesta.


Mantengo la mirada fija en la porfiada niebla que parece haber tomado la decisión de quedarse para hacerme compañía. Escucho a Serrat interpretando los temas de Sombras de la China. Me quito los lentes y los dejo a mano, mientras el sillón compañero me abraza y una manta me ofrece su calor.

«Paula, no te podés quejar —analizo—, tenés a Luis, que es un hijo encantador y un buen ser humano; a Gastón, tu compañero de ruta; una casa de ensueño en las sierras cordobesas, tu lugar en el mundo; un trabajo que te permite crear y sentirte valorada, dejándote tiempo libre; podés viajar. No te falta nada».

Me distraigo al percibir la humedad que atraviesa la antigua ventana, inconveniente que he estado planificando solucionar desde el año pasado. Necesito comprar un nuevo marco desde el cual continuar disfrutando de esta vieja niebla.

Tomo otro mate, sonrío al sentir el perfume que deja escapar la cáscara de naranja que añadí. Intento eliminar de mi existencia todo lo que resulte amargo, y esta vez lo conseguí con algo tan insignificante como lo es la cáscara de una fruta.

Estoy esperando que mi hijo regrese y me cuente sobre la música que escuchó y las charlas de las que participó con sus amigos.

Gastón duerme mientras avanza la madrugada. La hermana niebla me acompaña, ella es la confidente que perdona siempre mis pecados.

Desde la computadora, Serrat canta: «Dondequiera que estés, / te gustará saber que por flaca que fuese la vereda / no malvendí tu pañuelo de seda por un trozo de pan / y que jamás, / por más cansado que / estuviese, abandoné / tu recuerdo a la orilla del camino / y por fría que fuera mi noche triste, / no eché al fuego ni uno solo / de los besos que me diste» (1).

La canción reavivó el fantasma de Pedro y detalles de aquel amor que nació cuando teníamos poco más de veinte años. Él volvió atravesando mágicamente esta espesa niebla.

Aún recuerdo el tiempo que pasábamos mirándonos a los ojos; la desnudez no nos llevó nunca a la urgencia, solo a extasiarnos de nuestra surgente juventud. El amor se nutrió de ideales comunes, de la lectura que hacíamos del mundo, de la falta de sentido común que hallábamos en casi todo.

Nos conocimos en la Facultad de Arquitectura. Pedro obtuvo una beca para realizar el semestre final en Irlanda, y yo no tuve dudas de empujarlo a aprovechar esa oportunidad. Su desempeño en los estudios le valió la oferta de un buen trabajo en Valencia, a orillas del Mediterráneo. No pude viajar, o tal vez me faltó coraje. Pasados unos meses decidimos transformarnos en exnovios y amigos para siempre.

Para acompañarlo, quizás con la esperanza puesta en que algo nos volviese a unir, yo le escribía largas cartas intentando no reflejar mi pesar. Él las contestaba narrando minuciosamente sus experiencias y, cuando podía, también me llamaba.

Hacía más de dos años que Pedro vivía en España cuando me dijo que se iba a casar con una compañera de trabajo. Unos meses más tarde me confirmó la fecha y detalles de la boda.

No volví a escribirle ni atendí sus llamadas por largo tiempo. Luego recibí una carta en la que se limitaba a narrar pormenores de un nuevo desafío laboral. Reanudamos la comunicación, pero sin mencionar ningún detalle de nuestras relaciones sentimentales.

Unos años después, Pedro se vio obligado a regresar de urgencia a Córdoba porque su padre había sufrido un accidente cerebrovascular grave.

Al fallecer su padre decidió quedarse a dirigir la empresa familiar, haciéndose cargo también del cuidado de su madre, cuyos problemas respiratorios requerían de frecuentes visitas médicas.

Poco tiempo después me enteré de que su mujer había renunciado al trabajo y estaba preparando su viaje a Argentina.

Yo me había casado seis meses antes de su regreso; como vivíamos cerca, era normal encontrarnos en la calle o haciendo trámites. Un día de esos en los que no teníamos prisas, una enorme nostalgia nos condujo a tomar un café. No me resultó extraño charlar con un viejo amigo. Habían quedado tantas vivencias por contar que siempre fijábamos un nuevo encuentro.

Cuando me preguntó qué excusa le había dado a mi marido para salir, me di cuenta de que las citas se habían transformado en encuentros clandestinos y que deberíamos cuidarnos para no ser vistos por ningún conocido.

Terminamos alquilando una cabaña en una zona aislada de Carlos Paz, ciudad que ambos frecuentábamos por nuestros trabajos. Le dije a mi familia que estaba participando de un curso de yoga y meditación.

A partir de esa decisión jamás volvimos a encontrarnos en un café; no fuimos a disfrutar de ningún parque o restaurante; ni siquiera llegábamos o nos íbamos al mismo tiempo de nuestro escondite de amor.

Quien lograba llegar antes regaba los rosales que habíamos plantado; el que podía quedarse un rato más lavaba y tendía las sábanas o barría el pequeño espacio; él iba cada mes a la inmobiliaria a pagar en efectivo el alquiler de lo que llamaba «su estudio». La falta de urgencias de nuestra juventud se desvaneció. Sentí, creo que ambos sentimos, que cada segundo juntos era valioso. Jamás conversamos  sobre algún posible futuro.

Unos meses después, los momentos de felicidad comenzaron a sufrir el fuerte impacto de la conciencia de su destino efímero. A las exigencias que yo tenía en el trabajo se sumaban los problemas de Pedro con su madre, los caprichitos de su inaguantable mujer o las dificultades en su empresa. Los encuentros comenzaron a postergarse y eso me produjo un profundo dolor.

Amaba también a Gastón, quien no se merecía ese comportamiento, así que acepté un trabajo en París y nos fuimos.

En el adiós, mientras acariciaba la espalda de Pedro, le susurré al oído una canción que tantas veces habíamos escuchado juntos: «Soy sinceramente tuya / pero no quiero, mi amor, / ir por tu vida de visita, / vestida para la ocasión. / Preferiría con el tiempo / reconocerme sin rubor» (2). El tiempo pasó, pero el rubor aún persiste en mis mejillas.

A solo un mes de nuestra llegada a Europa, supe que estaba embarazada. Lloré por días antes de decidir que Luis sería fruto de todo mi amor, sería hijo de la Vida, sin importar quién fuera su padre biológico. Jamás le mencioné a Pedro mi embarazo, ni que había sido madre…, y de tanto no mencionar, dejé de escribirle.

«No sé por qué nunca te dije que seguías viviendo en mí. ¿Por qué fui tan cobarde? ¿Por qué? Podría haberte dicho que aún te amaba cuando te mandé una postal desde París, en vez de describir mi fascinación por Montparnasse; te podría haber contado, Pedro, cuánto añoraba tus caricias, en lugar de decirte que estuve en el Café de la Paix; haberte propuesto que huyéramos de nuestros compromisos, en lugar de contarte que pasé hermosas tardes observando el río Sena.

»¿Qué hubiese sido de nuestras vidas si te hubiera contado mi sentir en lugar de enviarte una postal de navidad con un paisaje nevado y los saludos que se repiten cada año, absurdos, con palabras desteñidas como harapos?

»En la última carta que te envié, como siempre a través de Esther, recuerdo que te dije que mi única conocida en París se mudaría y que, cuando tuviera otra dirección a la cual pudieras escribirme, te lo haría saber. Fingí un desinterés inexistente.

»Volví sin decírtelo y me alojé en las afueras de la ciudad, porque no quise seguir de visita por tu vida, Pedro; no pensaba tener el coraje para vivir de engaños nuevamente y continuar disfrutando de instantes de luz que se pagarían luego con semanas de nieblas. Quizás no tomé la decisión apropiada, pero preferí cerrar los ojos y seguir mi camino».

Unos pocos días después de nuestro retorno, llamé a tu mejor amiga y nuestra cómplice.

—Hola, Esther, No sé si reconocerás mi voz, yo la tuya la tengo muy presente.

—Hola, Paula. ¡Qué sorpresa! ¿Dónde estás?

—Volví el miércoles pasado, estaba cansada de la frialdad de los franceses y harta del maltrato en mi trabajo; en París mi único día agradable era el cinco de cada mes, al ver el sueldo depositado. Además, tengo la esperanza de que la realidad política y económica argentina cambie con el nuevo gobierno.

—Veremos si alguien puede arreglar este desastre, pero lo dudo. Decime, Paula, ¿sabés lo que le sucedió a Pedro?

—No, no sé nada, desde que dejé de enviarte cartas para él, perdí todo contacto.

—Pedro se había separado de Manuela, ella regresó a España…

—¿Cuánto hace que se separaron? —pregunté mientras notaba que mis piernas comenzaban a temblar. Creí que aquella historia había terminado, pero semejante noticia podría llegar a romper todas mis barreras nuevamente.

—Bueno… Manuela se fue hace algo más de un año… Pocos meses después, Pedro se enfermó, al principio creímos que no era serio, una gripe que se le complicó. Siguieron más internaciones, en las cuales lo acompañé todo el tiempo, como te imaginarás. La última vez derivó en pulmonía, los médicos hicieron todo lo posible, pero no logró recuperarse y falleció hace casi tres meses, el veintiséis de marzo.

Mis lágrimas dijeron que me equivoqué en detener nuestro diálogo, mi corazón dijo que seguía amándolo. Yo no pude decir más que un:

—Disculpame, Esther, te llamo la semana próxima y voy a verte.

«Espero que la empecinada niebla logre acercarte el mensaje adonde las estampillas ya no llegarán. Tal vez te ganó el hastío, o dejaste de encontrarle sentido a una vida que no nos atrevimos a cambiar.

»Queda decidido, Pedro, que podrás participar en cada una de las noches de sillón y nostalgia. Estarás aquí, seguirás siendo parte de mis charlas con el pasado, mientras mi esposo duerme y Luis se divierte; mientras el mate me seduce y la dulce niebla me devuelve toda la candidez de nuestros veinte años, porque te llevo “como el abrojo, prendido en el pelo, el alma, el vientre y los ojos”(3)

»Será aquí la cita, por siempre: Seremos tú y yo; Serrat cantándonos; y, cuando quiera venir, también la terca niebla. Quiero que sepas que nunca te olvidé».

Escucho el ascensor, surge una sonrisa para nuestro hijo que regresa.



1. Dondequiera que estés. J. M. Serrat.

2. Sinceramente tuyo. J. M. Serrat.

3. Amigo mío. J. M. Serrat.


Subiendo la cuesta. Homenaje a Joan Manuel Serrat


Autoras: Adriana Mesiano y Patricia Mesiano


En Editorial Dunken (Argentina ) y en Amazon



SE CONSIGUE EN TODO EL MUNDO


El precio del libro en papel, Editorial Dunken, es de unos 10 dólares (bastante menos en Argentina y poco más en Uruguay (ver lugares de venta en cada país en este enlace: https://relatostematicos.blogspot.com/2024/04/edicion-argentina-de-subiendo-la-cuesta.html); y con algún costo extra lo importó Buscalibre.com a Perú, México, Colombia, Chile, Ecuador, Canadá, Reino Unido y otros. 

En Amazon (https://www.amazon.es/dp/B0BN978CZ1) cuesta 5 dólares el libro electrónico (para recibirlo en cualquier país) y 12 en papel en España, Italia, Estados Unidos, y otros países donde tienen imprenta, con alguna diferencia de impuestos locales.

Consultas por mensaje de WhatsApp al: +54 9 3549 530 513 o al correo electrónico: volviendo.patricia@gmail.com


Comentarios

  1. Hola chicas (Patri/Adriana, Adriana/Patri)
    La niebla, la bruma del tiempo. El mirar atrás y saber que hemos dejado huellas. Una vida vivida intensamente. Cuánto por recordar y traer al hoy!!!!
    Un relato teñido de nostalgia lo revomiendo

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  2. Nos alienta muchísimo el saber que generamos sentimientos tan profundos hilvanando palabras. Gracias.

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  3. Qué lindo descubrir estos relatos, las felicito por la idea .
    Serrat es lo más, y leer estrofas de de sus hermosas canciones, es maravilloso: Muchas gracias

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