Café pendiente.
Nápoles no susurra jamás, ella grita como su modo inequívoco de comunicar. No sonríe, ríe a carcajadas, porque es su manera de sentir. No da consejos, ordena. No amenaza, ¡dispara! Tiene la fuerza del volcán en su sangre.
Para definirla se podría utilizar la expresión majestuosa o exuberante, pero Nápoles es mucho más que todo eso: es sentimiento a flor de piel con un enorme corazón abierto.
Juan nació en Argentina, luego de recibirse de médico se trasladó a esa ciudad del sur de Italia. Fue a vivir a la casa que construyeron sus abuelos antes de casarse y en la cual, ya hacía unos años, habían muerto.
Al llegar allí encontró fotos de la familia que los ancianos habían recibido desde diversos países. Le emocionó descubrir su imagen junto a la de sus padres y hermanos, él tendría unos tres o cuatro años. Mirándolas supo que ese lugar le pertenecía, y que él pertenecía a ese lugar.
La casa tenía una cocina amplia, en la que decidió dejar su antiguo mobiliario; un baño modesto y un dormitorio muy luminoso, con ventanas a un jardín que él llenó de plantas medicinales.
Se ocupó de que cambiaran las cañerías del agua y la instalación eléctrica; colocaran cerámicas en una de las paredes de la cocina, justo detrás de la mesa; y de que le regalaran a la cama un nuevo color y una mayor firmeza. Él puso las fotos que había encontrado en un marco de madera, junto a una en la que se lo veía recibiendo su título, y quiso comenzar lo antes posible a ejercer su profesión.
Revalidó sus estudios, instaló un consultorio y no tardó en ganarse el afecto del pueblo. En Nápoles a Juan lo llamaban Giovanni; por las veredas recibía palmadas en la espalda, abrazos, gestos de agradecimiento, y a diario escuchaba los gritos de sus pacientes que desde los balcones le aseguraban que se sentían mejor. Para el milagro muchas veces recomendaba utilizar: kalanchoe, lechero africano o artemisia annua; hierbas que le permitió conocer un colega catalán.
Era martes, dejó sobre la mesa la cafetera aún tibia. Pensó que tomar un ristretto en el bar San Gennaro era otra cosa, tenía tiempo antes de comenzar su jornada laboral. Entró, miró al mozo y lo saludó, fue suficiente para que le sirvieran la que sería su segunda infusión esa mañana, acompañada por un babá relleno de chocolate. Los disfrutó sin sentirse culpable del abuso de cafeína, era su único vicio; y sin nostalgias, no tenía ganas de sentirlas. Intentó pagar, pero no le cobraron; la cortesía era habitual desde que había logrado ganar la batalla contra el cáncer que amenazó a la madre del dueño del bar.
Juan se arrimó a la caja y abonó un café pendiente, como solía hacer; a eso el propietario no podía negarse, ya que es una cortesía destinada a alguien que se encuentre en una mala situación económica. Al doctor le duele pensar que una persona no pueda permitirse el deleite del consumo de la que denomina la savia de la vida.
El dueño del bar le pidió que al salir le avisara a Fernando, que estaba sentado en la vereda de enfrente, que podía ingresar para disfrutar ese café. El argentino se giró, cubrió con lentitud los pocos pasos que lo separaban de la puerta del lugar, y no solo llamó al joven para que ingresara, decidió hacer algo más.
El indigente vio el gesto y entró al bar. Tenía la ropa gastada, el espíritu abofeteado y la cabeza gacha, pero se topó con una sonrisa de esas que barren las distancias y hacen saltar sobre los precipicios sin mirar abajo. Juan le preguntó si podía acompañarlo mientras tomaba su café. La charla fue amable y motivadora.
Fernando descubrió que podía luchar contra sus adicciones y soñar nuevamente; incluso se atrevió a volver a conjugar verbos en futuro. Dos meses más tarde tocaba el violín en la estación central de trenes y alquilaba una pieza en una modesta pensión. Cada día deja un café pendiente en algún bar con la esperanza de cambiar la realidad de alguien más.
Las piedras volcánicas pueden caer con fuerza inusual a kilómetros de distancia, provocando incendios y destrucción; o ser transformadas en piedra pómez, para quitar los callos en unos pies doloridos y permitirles volver a caminar.
Nápoles es un volcán y Buenos Aires lava ardiente, juntas tuvieron la fuerza de generar el encuentro de dos almas.
Autoras: Adriana Mesiano y Patricia Mesiano.
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Hermoso, muchas gracias por compartirlo:
ResponderEliminarMuy lindo cuento, gracias
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