Pequeñas cosas
Pequeñas cosas, del libro Subiendo la cuesta, Homenaje a Joan Manuel Serrat.
Tan pronto se despierta, Fabio logra que una taza de café se transforme en un agujero espacial que lo conduzca al pasado. Hay días en que su motivación para el viaje se agiganta.
«Viejo —piensa— hoy hace cinco años que te fuiste, sin previo aviso, en ese absurdo accidente a tan solo doscientos metros de tu casa, de esta casa. Esa noche terrible, nuestras vidas cambiaron para siempre. Vinimos con Rosa para acá; no quisimos que muriera también el que fue hogar de nuestra familia, con todos sus recuerdos. Conseguimos nuevos trabajos, nuestra vida se vio inmersa en un vendaval, pero el plan salió bien y hoy te puedo decir que estamos muy felices de vivir aquí».
Los recuerdos persiguen a Fabio, quien tiene mucho por decir a su padre. Le quedaron cosas por agradecer y no logra resignarse a su ausencia mientras disfruta de esos momentos bellos que la vida le continúa ofreciendo.
Son las ocho de la mañana de un día radiante, luminoso; las hojas del olmo cubren el patio, el sol las entibia. Su esposa, Rosa, se fue temprano al trabajo y le dejó la tarea de acomodar el garaje, para que no se aburriera ni pensara demasiado.
«¿Sabes, papá? —continuó narrando—, tu nieta está durmiendo. Los sábados y domingos suele hacer del cuarto su mundo; algunas veces sigue de largo y ni siquiera almuerza; por la noche sale para juntarse con su novio o con amigos. En la semana, desayuno con ella y cenamos los tres juntos. Estoy seguro de que, si estuvieras aquí, te gustaría conversar con Lucía, ¡es muy madura y segura! ¡Es una bella persona!».
Se arrimó al tocadiscos y puso su vinilo preferido, En Tránsito. Le resulta difícil comprender cómo se escucha todavía con tanta nitidez y por qué sigue prefiriendo ese formato al CD. Pasó más de media hora de gozo escuchando a Serrat mientras sentía la compañía de su padre, quien lo había guiado con amor durante su niñez y juventud, permitiendo que tomaran forma esas alas que luego supo disfrutar.
Cuando la nostalgia ya lo había hecho su presa recordó el pedido de Rosa y se dirigió al garaje con el firme propósito de tirar papeles y otras cosas inútiles. Pocas veces lograba su cometido. Su mujer, cuando se pone nostálgica, canta con ternura: «… son aquellas pequeñas cosas / que nos dejó un tiempo de rosas / en un rincón / en un papel / o en un cajón…»*.
Los muebles del siglo pasado, una herencia de la que no logran deshacerse, más una infinita cantidad de cajas, obstaculizan cada vez más las maniobras para entrar y salir con el auto. Si lo dice en voz alta, Rosa le responde que deje de rezongar y acomode un poco, que hay lugar de sobra. ¡Claro!, ella no conduce.
Lucía guarda allí aquello que ya no quiere tener a su lado: con los años, la foto de Roger Waters reemplazó a la de Queen en su habitación; también sus gustos literarios fueron modificándose, cambió a Neruda por Benedetti, Gelman y Girondo, luego de ver unas diez veces El lado oscuro del corazón. Por supuesto que también deposita allí su ropa cuando le queda pequeña o los colores ya no están de moda. Lo que quita de su cuarto continúa siendo importante para la joven, como para sus padres los muebles que antes habitaron esa casa. Así quedó el refugio del vehículo lleno de pasado, repleto de ayeres.
«¡Quién sabe cuántos años hacía que no abría estos cajones! Ni siquiera me acordaba de que estaban aquí los cuadernos de la pequeña. Y sigo llamándola “pequeña” aunque ya trabaja, tiene novio y me veo venir que en cualquier momento nos deja. Por más que quiera negarlo, sé que sufriré cuando se vaya», pensó.
Fabio fue abriendo y revisando algunas páginas sin atreverse a tirar nada, pues sintió que esos viejos papeles contenían un poco de la niñez de Lucía que él tanto añoraba.
Abrió una carpeta y encontró el recuerdo de un momento especial; cuando lo vivió supo que se quedaría en él para siempre.
Un día, Lucía volvió de la escuela algo extraña y se fue a su pieza corriendo. La incipiente adolescencia andaba por sus venas trayendo una lluvia de hormonas que le producían más días extraños que normales.
Como Rosa no estaba en su casa para hacer sus inigualables hechizos y devolverle la sonrisa en dos minutos, a Fabio le tocó ocupar ese papel; pasó a ser aprendiz de mago.
Con solo verla unos segundos comprendió que no se trataba del desinterés hacia ella de algún chico que le gustaba o de la discusión con una amiga. La cosa era más seria.
Dejó pasar una media hora y fue a su cuarto; la encontró llorando. Se acercó a preguntarle qué le pasaba, se sentó en la cama y, secándole las lágrimas logró que, lentamente, le contara el motivo de su angustia: dijo que una compañera había perdido a su papá. Él quiso explicarle que la muerte es una realidad muy dolorosa que es necesario aceptar. Lucía, esbozando una sonrisa triste, le aclaró que el papá de su amiga no había muerto, sino que se había ido con otra mujer.
—Los que pueden separarse son los padres, pero los hijos no pierden a ninguno de los dos, solo dejan de verlos juntos. Es como el mar y la playa; ¿acaso podría el Mediterráneo dejar La Barceloneta? ¡No! Eso es imposible —le aseguró.
La abrazó y besó. Ella le devolvió el gesto e inmediatamente se levantó, tomó una hoja y comenzó a escribir como poseída; le extendió papel y lápiz y le exigió, con seriedad, que firmara su promesa de no dejarla jamás.
A sabiendas de que no existía ninguna necesidad de ratificarlo, Fabio igual lo hizo. La pequeña guardó este papel entre sus recuerdos.
Al releer este documento pensó que jamás le pediría a Lucía que le asegurase que no los dejaría. Sabe que a los hijos se los debe educar con el ejemplo, ayudar a que se formen y encuentren su camino, para luego alentarlos a volar.
En esa materia, en las despedidas, teme sacarse una mala nota, un insuficiente. A pesar de tener muy clara la teoría, está seguro de que le costará aprobar la práctica.
Tuvo, por un instante, el deseo de ir a mostrarle a Lucía esa vieja promesa de amor incondicional, pero creyó que era mejor no hacerlo. La dejó en el cajón, confiando en que algún día la encontraría, o tal vez la descubrirían sus futuros hijos al revisar los dibujos y poesías guardadas en esas hojas que, pensó, estarían aún más amarillentas.
La emoción acudió a su encuentro. De golpe, recordó eso de: «Son aquellas pequeñas cosas… / que el viento arrastra allá o aquí / que te sonríen tristes y / nos hacen que / lloremos cuando nadie nos ve»*.
Al observar una vieja mesa le llegó, vívida, la imagen de esos almuerzos de los domingos con doce personas que su padre llamaba «mis apóstoles». Dos tíos y un primo ya han partido, los demás nos vemos muy cada tanto. «La vida y sus absurdos apuros», analizó.
De repente, Fabio dejó el garaje y subió corriendo las escaleras. Tomó el celular y comenzó a llamar a los parientes y a invitarlos a reunirse el siguiente domingo, explicándoles que no existía motivo alguno más que las ganas de reencontrarlos.
Preocupado, cuando ya tenía la confirmación de varios, se dio cuenta de que no le había preguntado ni a Lucía ni a Rosa si les parecía bien y si no tenían otro compromiso. Llamó a su mujer y le envió un mensaje de texto a su hija; con ambas se disculpó justificando su actitud al describirla como un «profundo ataque de nostalgia». Ellas lo comprendieron y se mostraron dispuestas a ayudarlo.
Puso otro disco de Serrat, se sentó y continuó dialogando… «Hoy te siento tan cerca, tan dentro de mí —le dijo Fabio a su padre— y así mantendré tu recuerdo por siempre. El domingo volveremos a reunirnos, como en aquellos “tiempos de rosas” que no supe valorar en su momento. Te recordaremos, y a los tíos José y Roberto, y a Joaquín; ojalá estén juntos por allí y puedan vernos reír y disfrutar de este nuevo encuentro familiar. Esas pequeñas cosas que se fueron quedando en mí, papá, tienen boleto de ida y vuelta»*.
*Fragmento de «Aquellas pequeñas cosas», J. M. Serrat.
Subiendo la cuesta. Homenaje a Joan Manuel Serrat
Autoras: Adriana Mesiano y Patricia Mesiano
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