¡Vale!
¡Vale!, del libro Subiendo la cuesta.
Cuando Silvia se encuentra muy agobiada por su tristeza, intenta calmarse imaginando que algo sobrenatural puede acudir en su ayuda.
Ella quiere creer en algo: en una fuerza sobrehumana, en un ser superior de larga barba blanca, en un extraterrestre pequeño y verde…, incluso le da igual que ese salvador sea rosado o amarillo. De a ratos también siente que esperar un milagro no debería ser algo imposible para ese Cristo del que tanto le hablaron la hermana María del Rosario y el padre Lucas.
Eran los primeros días de octubre de 2022, un lunes como cualquier otro; durante el viaje pensó que recién recibiría su sueldo la siguiente semana, si la patrona no se demoraba. Mientras estaba haciendo las monótonas tareas que le imponía su trabajo, Silvia imaginó que un cartero llamaba a su puerta y le entregaba una misiva proveniente de España. La abría con impaciencia y encontraba, junto a unas pocas líneas: el pasaje, la entrada al último concierto de Joan Manuel Serrat en el Palau Sant Jordi y la reserva de un cuarto de hotel a su nombre. Sonrió al pensar en esas fantasías tan bonitas y sus ojos se llenaron de Mediterráneo.
Mientras pasaban los días de esa semana, en su imaginación, la carta cambiaba de remitente jornada tras jornada; algunas veces se la enviaba el organizador del grupo de Facebook Admiradores de Serrat, que le comunicaba que había ganado un concurso; en otras oportunidades, era el mismísimo intérprete quien, enterado de sus sentimientos, le informaba que deseaba premiarla por tener todos sus discos o que, a sabiendas de que jamás había podido ir a ver un recital suyo, quería regalarle esa oportunidad. Soñaba mientras limpiaba las elegantes puertas y ventanas de una casa ajena y dejaba relucientes como el sol los platos en los que nunca había comido ni comería. Soñaba y suspiraba.
A veces pensaba en su hija y se ponía a cantar «Princesa»: «tú no andarás de rodillas / fregando pisos, / no acabarás hecha un zarrio, / como tu madre, / cansada de quitar mierda / y de parir hijos» (1) y, mientras cantaba, seguía soñando.
Terminadas sus horas de trabajo dejó de respirar perfumes de rosas y de caminar sobre mullidas alfombras; se vistió con su ropa descolorida y comenzó el viaje hacia las calles de tierra de su barrio, habitado por gente rota. Como cada vez que se enfrentaba a su realidad, dejó de soñar. El milagro le resultaba insostenible en su mundo, se desvaneció entre los perros hambrientos que ladraban, sin siquiera levantarse del suelo, y los niños que lloraban «chupando un palo sentados sobre una calabaza» (2).
Ella comprendía muy bien el significado de las canciones tristes. Sabía lo que se sentía al descubrir «Las abarcas desiertas»: «Nunca tuve zapatos, / ni trajes, ni palabras: / siempre tuve regatos, / siempre penas y cabras», como describió Miguel Hernández.
A Silvia le dolían las «lágrimas de cemento» (3) que quedaban grabadas en los surcos de las mejillas de su esposo, quien pasaba los días trabajando en la construcción por un dinero que ni siquiera le permitía soñar.
Durante la hora y media de viaje, Silvia decidió que dejaría de rezar, así como de creer que pudiera producirse un milagro. Desistió de seguir imaginándose en Barcelona, esperando para acceder a la primera fila de aquel recinto, peinada como una diva, vestida de seda, con cartera de cuero y zapatos de taco. Cómo podría imaginar algo bueno, si veía a su esposo que llegaba cada día con su maletín de herramientas terriblemente pesado, que le doblaba la espalda y le desdibujaba el futuro.
Dijo entre dientes solo: «ya vale». Hubiera querido cantar: «Vale, que cuando el sol pliega y baja el andamio / vale, que tiene agujetas en su alma robinada / y que mañana su historia no habrá cambiado nada» (4), pero no cantó. Ni de cantar tenía ganas.
Al bajar del ómnibus en la avenida más cercana a su casa se cruzó con un gato negro. «Justo hoy», comentó en voz alta sin querer. Es que el día anterior había estado ocupándose de que los niños hicieran las tareas y debió apurarse para que el pastel de espinaca estuviera listo a tiempo. La urgencia la condujo a olvidarse de poner el lavarropas temprano; ella tenía claro que, si tendía la ropa de noche, se la podían robar. Aquel día debió ponerse el pulóver amarillo que le regaló su patrona para ir a trabajar, a sabiendas de que ese color trae mala suerte.
Seguía caminando como de costumbre: pensando, planificando, haciendo cuentas… De repente vio una tienda con juegos de azar en la que jamás se había detenido. En la vidriera, un cartel promocionaba, por unos pocos pesos, la opción de ganar una cifra que le cambiaría la vida. «Si gano también podría ir a Barcelona —pensó—, incluso sin haber recibido aquella carta con la que tanto he soñado…».
Ingresó al local, hizo algunas preguntas a las que la vendedora le respondió brevemente, compró un cartón para participar del juego y se lo llevó, junto a una nueva ilusión.
Al llegar a su hogar permitió que sus hijos fueran a jugar con sus amiguitos, se preparó un café de algarroba y buscó una moneda para poder raspar su nueva esperanza.
Comenzó a quitarle el velo a los círculos, cada símbolo que aparecía le regalaba emociones. Encontró el dibujo de una corona y recordó que le habían dicho que, en caso de hallarlo repetido, la convertiría en ganadora del premio mayor. Siguió raspando sin tener suerte hasta que, en la última opción, apareció otra corona.
No podía creerlo. Sin dudas, había ganado: esas dos coronas color oro le decían, a los gritos, que era mentira que el gato negro y el color amarillo acarrearan mala suerte.
Se levantó alzando los brazos al cielo y comenzó a llorar como jamás lo había hecho: de felicidad.
Unos minutos después se dirigió a la pieza en donde estaban las herramientas de Josué, abrió con muchísima dificultad la escalera de madera y pasó por debajo tres veces… «A mí ya no me hacen creer nunca más esas tonterías», gritó.
Esperó al marido sin preparar la cena, escuchando a Serrat y bailando, a la vez que imaginaba un futuro digno para su familia.
—Hola Josué, amor, tirá aquí nomás las herramientas y vení, tengo una sorpresa que no te podés ni imaginar. Hoy, vestida así, de amarillo, y luego de cruzarme con un gato negro, no sabés la suerte que tuve. Ahora solo debemos pensar en nuestra nueva vida —le aseguró, poniendo el cartoncito entre sus manos llagadas.
El rostro de asombro de Josué se transformó en curiosidad y, solo unos segundos después, levantó la vista y la miró con pena. Ella supo que no había entendido bien algo de ese juego.
—Para ganar tenés que encontrar tres veces la corona, con una sola no se gana nada y con dos te dan otro cartón —le explicó abrazándola y haciendo propia la frustración que no le costó imaginar—. No te entristezcas, mi cielo, que quizás el próximo sueño se concrete.
Y si a pesar de todo
la vida te cuelga
el «no hay billetes»,
recuerda
que pisar mierda
trae buena suerte.(5)
1 Fragmento de Princesa - J. M. Serrat.
2 Fragmento de De vez en cuando, la vida - J. M. Serrat.
3 Referencia a Caminito de la obra - J. M. Serrat.
4 Fragmento de Caminito de la obra - J. M. Serrat.
5 Fragmento de Toca madera - J. M. Serrat.
Subiendo la cuesta. Homenaje a Joan Manuel Serrat
Autoras: Adriana Mesiano y Patricia Mesiano
En Editorial Dunken (Argentina ) y en Amazon
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El precio del libro en papel, Editorial Dunken, es de unos 10 dólares (bastante menos en Argentina y poco más en Uruguay (ver lugares de venta en cada país en este enlace: https://relatostematicos.blogspot.com/2024/04/edicion-argentina-de-subiendo-la-cuesta.html); y con algún costo extra lo importó Buscalibre.com a Perú, México, Colombia, Chile, Ecuador, Canadá, Reino Unido y otros.
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